viernes, 10 de octubre de 2008

LA MALA SUERTE

Sólo había una razón para que Andrés no fuera supersticioso: ser supersticioso da muy mala suerte. Por eso mismo el propio Andrés negaba siempre que él fuera supersticioso, aunque acabará de cambiarse de acera porque por la suya viniera un gato negro, o porque hubiera una escalera mirando un cuadro de registro o porque la chica que venía hacia él fuera vestida de amarillo. Él no era supersticioso, ¡Por Dios!, en que cabeza cabía que alguien como él fuera un supersticioso, con la mala suerte que daba aquello.
Pese a sus negativas Andrés portaba consigo algún que otro amuleto. El más conocido por sus amigos era una enorme herradura que colgaba de su cuello. Era una herradura de verdad que había llevado un caballo de verdad en sus cascos de verdad. Andrés estaba convencido de que le daba buena suerte o de que al menos evitaba la mala, aunque su masajista particular no era de la misma opinión y decía que aquella herradura era la causante de sus problemas de cervicales y escoliosis. Andrés no tenía muy buena opinión de su masajista, la verdad.
Lo mejor de no ser supersticioso para Andrés era que no dependía de la suerte como dependían los demás. Él la tenía controlada. Cuando creía que algo iba a pasar agitaba su herradura o cualquier otro de sus amuletos y las cosas no pasaban, o no las cosas malas. Si aún así le pasaba algo malo Andrés siempre podía encontrar la respuesta en alguna que otra cosa de su entorno. Un gato puesto en mal sitio, una barra de pan colocada del revés, un número impar de comensales en una mesa, un número trece escondido en alguna parte de otro número. La vida siempre tenía explicación y normas para Andrés, por lo que vivía muy feliz y tranquilo y confiado. Así se lo hacía saber a su psicólogo cada vez que le visitaba: “Tengo la vida controlada” El psicólogo levantaba una ceja (era un tío de lo menos expresivo) y opinaba que no era así, pero mientras Andrés lo creyera no tendría que tomar ningún tipo de pastilla y seguiría yendo a su consulta, lo que a él, personalmente, le venía muy bien para poder después pagar los recibos de Canal Plus, que era su gran afición en el mundo.
Pero sucedió, así como el que no quiere la cosa, que a Andrés la vida se le descontroló. Primero fue lo de su novia.
María, que así se llamaba su novia, era una chica mona y simpática. Alta y lista que eran dos de las tres condiciones que Andrés ponía a las chicas para salir con ellas. La otra era ser guapa, pero, dado su nivel, le parecía bien conformarse con dos de tres. Bueno, pues María, que era morena tirando un poco a castaña o más o menos, se tiñó sin previo aviso y sin contárselo a nadie el pelo de rojo. Andrés cuando la vio se cambió de acera. No creía que fuera María. Esta fue siguiéndole por todas las calles del barrio mientras Andrés, muy escamado, se preguntaba por qué aquella pelirroja le perseguía, por qué quería hacerle daño. Por fin María consiguió darle alcance y ponerse delante de él. Andrés se asustó muchísimo y cerró los ojos para que no le pasará nada (en el fondo era como un niño, la verdad). María le cogió la cara y le dijo “Mírame, Andrés, hombre, que soy yo” Andrés abrió los ojos y se dio cuenta de lo que pasaba. Inmediatamente supo lo que tenía que hacer. Dejó a María en aquella misma calle, en aquel lugar. La dejó para siempre, es decir, hasta que dejara de ser pelirroja. María se quedó estupefacta y muy enfadada. Y, por qué no decirlo, muy guapa con su pelo pelirrojo.
Eso pasó el día 12 a las 13 horas.
Al día siguiente Andrés debía coger el autobús. No le gustaba coger el autobús porque estaba lleno de gente y la gente no tiene respeto por nadie, lo mismo viste de amarillo, que son pelirrojos, que llevan el reloj en la mano derecha, que dicen continuamente “eso no pasará nunca” y cosas por el estilo. Pero bueno, Andrés tenía una entrevista de trabajo y no tenía más remedio que coger el autobús. Tenía que ir al centro y tenía tres posibles autobuses que le llevaban allí. El 147 que le daba mucha vuelta y tenía un conductor de lo más chulo, el 29 que era rápido y efectivo como un funcionario alemán y el número 13 que Andrés no sabía cómo era porque nunca había montado en él. Sabía de sobra el recorrido de ese autobús y que era el mejor para llegar a cualquier parte: paraba en todas las paradas de metro, no pillaba semáforos, ni atascos, iba casi siempre vacío y además en él montaban las chicas más guapas, pero Andrés prefería no montar en aquel autobús. No le gustaba tentar a la suerte, por más que lo hiciera siempre que echaba mano de su herradura.
Andrés iba con tiempo. Así que dejó pasar un par de autobuses que iban muy llenos. Después llegó un 13 y lo dejó pasar porque no era plan de para ir a una entrevista de trabajo empezar ya con mala suerte, ¿no?. Después llegaron otros dos autobuses en los que fue imposible montarse. La hora se iba disparando y Andrés aún no había cogido el autobús. Empezó a ponerse nervioso y buscó un taxi por todas partes, pero en su barrio, que estaba un poco alejado, no solía haber taxis disponibles, había que llamarlos y eso suponía mucho tiempo.
Al fin Andrés vio un autobús a lo lejos. ¡Era un 13! Pero pese a ello Andrés cerró los ojos (¿ven como era como un niño?) y se montó en él. Picó el billete. La máquina dejó constatada la hora en su billete: las 13 y 13. Aquello no podía ser bueno, era el día 13, en el autobús 13 y eran las 13 y 13. Si algo bueno salía de aquello sería un mal menor: como romperse un brazo en un accidente de esos que son para habernos matado. La tensión le mataba, parecía que el tiempo no pasaba, que siempre eran las 13 y 13. ¿Se le habría parado el reloj? Sudaba profusamente. Iba a dejar el traje empapado y le daría al entrevistador una mano sudada y fría. Creyó que iba a desmayarse. Perdió un poco la noción del tiempo y el espacio.
Pero sucedió lo que Andrés menos pensaba, llegaron las 13 y 14 y después las 13 y 15 y el autobús le dejó en pocos minutos más en la misma puerta del lugar en el que le iba a hacer la entrevista. Y sucedió aún más, la entrevista le salió muy bien. Y fue contratado para un puesto aún mejor que el anunciado. Estaba exultante. Pensó en llamar a María, aunque se acordó de que la había dejado el día anterior. Pero como todos esos 13 traicioneros y juntos no le habían afectado supuso que tampoco el que María fuera pelirroja le iba a afectar demasiado. Era un hombre imparable, capaz de hacerlo todo. Era como Superman, pero sin criptonita. Así que se dispuso a llamar a María, pero como iba despistado tropezó con una señorita y hizo que se le cayera lo que llevaba en las manos. Andrés se agachó rápidamente a recogerlo todo y a dárselo de nuevo a la señorita. Era una señorita rubia, de ojos azules y sonrisa continua. Andrés se enamoró de ella en el acto. Y lo que más le sorprendió a Andrés y a una amiga de la señorita con la que había tropezado, fue que la chica rubia también se enamoró de él. Estuvieron hablando horas. La amiga de la señorita se fue a su casa aburrida a los cuarenta minutos de conversación. Esa misma tarde la pasaron juntos. Cenaron, durmieron y más cosas juntos. La vida sonreía a Andrés más aún que la chica rubia.
Ya era día 14. Andrés impresionó a sus jefes en su primer día de trabajo. La chica rubia volvió a salir y más cosas con él. Su equipo de fútbol ganó el derbi después de quince años sin hacerlo. Andrés caminaba diez centímetros por encima de la calle. No flotaba, era una sensación aún mejor.
Pero empezó a preocuparse. Aquello no podía ser bueno. La vida estaba escapando a su control, ¿por qué le sucedían tantas cosas buenas? ¿Y por qué justo después de un día 13, de un autobús 13, de unas 13 y 13? Desde luego aquello no podía ser bueno. Y además era inexplicable. Fue a ver su psicólogo que esta vez levantó las dos cejas. No podía explicar lo que pasaba, pero pidió a Andrés que se relajara y disfrutara (¿qué clase de frase era esa para un psicólogo?). Pero Andrés no podía. Estaba cada día más nervioso. Y las cosas le iban cada vez mejor. La chica rubia se iba a casar con él. En el trabajo le iba a hacer jefe de departamento. Su equipo ganaría la liga. Le tocó la lotería (sólo el segundo premio, pero bueno, le tocó). Todo era un camino de rosas. Su vida era una delicia.
Pasaron las semanas y los meses. Andrés parecía desesperado de su buena suerte. Había arrojado su herradura por una alcantarilla y se vestía siempre que podía de amarillo. Compró un gato negro y se hizo tatuar el número trece en el brazo izquierdo. Aún así su suerte siguió aumentando. Su chica rubia le quería cada vez más. Su trabajo era estupendo y él un gran jefe. Su equipo iba a ganar la Champions. Andrés cogía todos los días el 13 para ir a trabajar.
Un domingo, día 13, harto ya de todo y movido por la desesperación y sus nuevos zapatos italianos bajó a la calle a eso de las 13 horas y esperó a que pasara un autobús. El 13 llegó a las 13 y 12 y él montó a las 13 y 13. Esperaba que algo pasara. Aquel minuto volvió a ser largo como la pierna de una modelo checa. Iba camino de otra crisis. Sintió de nuevo la contracción en el espacio y en el tiempo. Sintió que las fuerzas le dejaban y que se iba a desmayar. Después ya no sintió nada. Sólo felicidad. Comprendió al fin lo que sucedió el primer día 13 en el autobús 13 a las 13 y 13. Comprendió que había muerto ese día, que la tensión debía haberle provocado un aneurisma o un infarto o algo así y que desde entonces su fantasma era el que había vivido, o más bien imaginado su vida. Y por fin, después de mucho tiempo fue feliz de verdad. Volvía a controlar lo que sucedía.

miércoles, 30 de julio de 2008

LOS DESASTRES DE LA GUERRA

Ese que mira mi cuerpo como buscando algo es Pierre LaMartine, capitán de húsares del séptimo regimiento. La casaca de su uniforme es de un color rojo intenso, es el rojo más rojo que he visto nunca, el último rojo que he visto. Ni siquiera mi sangre, ni la sangre de mi hermano, que está colgado un árbol más allá, es tan roja como el uniforme del capitán. Al final, antes de que todo se volviera al fin negro y luego de un blanco doloroso y luego recuperará al fin los colores, todo era rojo. Era rojo mientras la cuerda apretaba fuertemente mi garganta. Era rojo mientras intentaba gritar sin poder hacerlo. Era rojo mientras mis pulmones buscaban aire. Y era rojo mientras mi cuello se alargaba y se alargaba hasta casi desprenderse de mi cuerpo. Todo era de ese rojo. Del rojo del uniforme de húsares del capitán LaMartine.
El capitán de húsares LaMartine llegó hace pocas semanas al pueblo. Hablaba español. Poco. Pero mucho más que el resto de sus hombres. No quería hacernos daño. Eso dijo. Iban camino de Portugal. Aunque lo cierto es que Portugal queda muy lejos del pueblo. A todos nos extrañó, pero el señor cura nos dijo que no nos preocupáramos que él ya sabía que tenían que venir los franceses y que sí, que iban camino de Portugal. Aún así una parte del pueblo miraba a los franceses con recelo. Pero nadie les hizo nada. Les dimos comida, les dimos agua y refresco para los caballos y cobijo para los hombres del capitán. También les dimos vino. Ellos bebieron y comieron y durmieron. La mayoría se marchó al día siguiente. Sólo el capitán y tres hombres más se quedaron en el pueblo. Vivían en la casa de Tomás. Los otros marcharon a pueblos cercanos a pedir provisiones y a avisar de que el ejército, la infantería como decía el maestro, vendría por el pueblo dentro de poco tiempo. Al parecer y según comentaban el cura, el alcalde y el maestro, los húsares eran una avanzadilla que iba abriendo caminos y preparando la intendencia. Llegada la infantería todo el pueblo debería alojar en sus casas a los soldados. Eso preocupó mucho a algunos hombres. Tenían hijas jóvenes, decían, y esos soldados venían desde Francia, habrían salido de casa hace meses, vendrían cansados y hartos de estar solos y se arrimarían hasta a una yegua si esta les daba un poco de calor. Un murmullo empezó a crecer en el pueblo. Pero en general todo estaba tranquilo. Pasaban los días. Hacía calor. Estábamos a finales de Abril y por estas fechas empieza a hacer calor en el pueblo.
Los que más disfrutaban de todo eran los chiquillos. Les encantaban los uniformes de los húsares. Y sus sables largos como azadas, pero tan afilados que podrían cortar la pierna a un hombre de un solo tajo. A mí está imagen me desagradaba y soñé con ella una noche. Todo se teñía también en el sueño de rojo, de ese rojo del uniforme de húsares y no del rojo de la pierna del hombre al que se la cortaban. También algunas mujeres lo pasaban bien. Los franceses eran novedad y muchas se paraban a mirarlos mientras ellos tomaban vino a la puerta de casa de Tomás y mientras paseaban con los caballos por el pueblo. Sus bigotes, sus sombreros y sus uniformes eran muy llamativos. Nosotros siempre vamos con camisa, chaleco y un pañuelo al cuello que luego nos sirve también para la cabeza. Los hombres, cuando las veían mirar a los franceses, se enfadaban mucho y las mandaban a casa.
Tras unos días de estancia en el pueblo todo se había hecho casi normal a nuestros ojos. Hasta ver cómo los franceses se afeitaban en la calle (el capitán no, él lo hacía dentro de la casa de Tomás) se había vuelto normal. Los franceses incluso fueron el domingo a la iglesia y el cura les distinguió de entre todos los feligreses. En su sermón habló de las buenas relaciones entre hermanos. Mi hermano y yo nos reíamos por lo bajo. Pero él se refería a las buenas relaciones entre Francia y España, como luego nos explicó el propio señor cura. Había cierto aire de fiesta en el pueblo. Las mujeres vestían sus mejores vestidos y los hombres llevaban trajes limpios. En general parecía que había mucha alegría porque el capitán había elegido nuestro pueblo en lugar de otro cualquiera de los vecinos para quedarse a vivir, siquiera fuesen unos días.
Después de estos días volvieron la mayor parte de los hombres del capitán. Trajeron algo de vino y parecían satisfechos de sus logros. El capitán envió más hombres, pero esta vez hacia el lado opuesto, hacia adonde ellos habían venido. Pensamos que esos serían los que avisarían a los otros de que el pueblo estaba listo para recibirlos. Algunos hombres se alojaron en otra casa, la de Tomás se había quedado pequeña a pesar de ser tan grande. A nuestra casa no vinieron. Era de las más pequeñas del pueblo. Por eso nosotros no temíamos nada. ¿Dónde podría meterse un hombre, a pesar de ser francés, en nuestra casa tan pequeña?
Los aires de queja que en el pueblo hubo un día se fueron diluyendo. El capitán LaMartine era amable con todos. Siempre tenía una palabra, una pregunta. Incluso a mí, que siempre estoy un poco alejado de las cosas, me conocía y sabía mi nombre y dónde vivía y el nombre de mi hermano y el de nuestra madre. Y sabía cuál era nuestra tierra. Siempre que me veía me saludaba. Yo me sentía azorado. Pero esto lo hacía el capitán con todos. Hasta con los niños hablaba. Nos preguntaba palabras, aunque yo poco podía ayudarle en eso. Además y pese a beber mucho vino, los franceses no molestaban. No miraban con descaro a las mujeres, ni usaban la fuerza. Simplemente se dedicaban a beber y a estudiar unos papeles muy grandes con dibujos de caminos.
Un día nos pidieron a varios que fuéramos a trabajar con ellos. Yo fui sin preguntar para qué. Nos dijeron que teníamos que llevar nuestras azadas y picos si teníamos. Nosotros no teníamos, pero sirvió con la azada. Estuvimos en el camino de entrada del pueblo. Lo arreglamos. Le quitamos los socavones, le rellenamos de arena, lo hicimos más grande. Trabajamos mucho, pero nos dieron vino y hasta alguna moneda repartieron al final. A mí no me dieron, pero a mi hermano sí. Por allí tendría que pasar la infantería y los caminos debían estar en perfectas condiciones para cuando ellos llegaran, que sería dentro de unos días, no sé sabía cuántos pero no podía ser más allá de una semana o semana y media.
Los días posteriores todo fue calma. Nosotros íbamos a nuestro trabajo unos días y otros íbamos a un camino a arreglarlo a hacerlo mejor, a lo que tocara. El capitán venía siempre a ver cómo trabajábamos, siempre con su casaca roja, siempre afeitado, siempre con ese gorro pese al calor. Y él nunca sudaba.
No tengo muchos más recuerdos de los días que iban pasando. Todos esperábamos ver el ejército, ver los cañones, ver los uniformes que esperábamos de un color tan fantástico como el del capitán. Recuerdo que por esos días yo iba algunas tardes a ver lavar a Luisa al río. También iba a sentarme con Juan a la puerta de su casa y que bebíamos vino como veíamos a los franceses. Nosotros no teníamos esos bigotes tan grandes. En el pueblo nadie se afeitaba más que un día al mes. Y algunos ni eso, se dejaban la barba. Yo pensé dejarme sólo el bigote, pero no lo hice porque no sabía si a Luisa le gustaría. Además a mi madre no le gustaba la cara del capitán y me daba miedo que me riñera por hacer aquello.
Con esa expectación nos acostamos aquel día. Dormíamos como siempre, mi hermano y yo en el mismo cuarto, en el de al lado mi madre. Pero antes del amanecer entraron franceses en mi casa, no eran húsares, no llevaban uniformes rojos. Eran uniformes azules y sombreros altos y llevaban escopetas largas que terminaban en bayonetas afiladas. Nos llevaron a empujones a la plaza del pueblo y de allí en carretas a donde Tomás tenía sus olvias. Íbamos todos los hombres, menos el cura. Las mujeres se quedaron en la plaza del pueblo, llorando porque no sabían qué pasaba. Tenía mucho miedo. Ellos gritaban y se reían, todo en francés. Nadie entendía nada. No iban afeitados, tenían barbas de días y sus uniformes estaban sucios y tenían manchas de sangre seca. Todos los hombres cupimos en apenas tres carretas, las mismas carretas que servían para llevar las uvas o las aceitunas o los cereales cuando los recogíamos.
Llegados al olivar todos desmontamos y fuimos separados en grupos. Yo me junté con Juan y con mi hermano. A lo lejos oíamos gritos. Había muchos soldados. Había una hoguera pequeña. Yo tenía mucho miedo y buscaba al capitán, el capitán nos podría explicar qué pasaba, podría decirles que nosotros les habíamos ayudado, que habíamos arreglado los caminos. Pero el capitán no estaba. El que mandaba lo hacía sólo en francés y no miraba a nadie que no fuera de su ejército. Le dije a mi hermano que tenía miedo. Él también lo tenía. No me lo dijo, pero lo tenía. No muy lejos oí un grito y vi brillar, a la primera luz del amanecer, lo que parecía un rayo. Pensé en los sables largos de los militares y en que podían cortar una pierna entera a un hombre.
Los grupos se iban marchando y no volvían más que algunos soldados, no siempre todos a la vez, volvían de pocos en pocos. Los nuestros no volvían. Hubo un conato de rebelión. Sonaron disparos, brillaron espadas. Cayó Tomás y cayeron algunos más que no sé decir. No me atreví a mirarlos. El jefe pidió que pararan. No sé por qué. Después entendí que lo que querían era no gastar pólvora. Al final sólo quedamos siete u ocho hombres. Todos muertos de miedo. Yo esperaba a que llegara el capitán, sabía que él nos salvaría.
Pero el capitán no llegó, llegaron sus hombres. Yo los conocía. Les grité, les pedí que no me mataran, que no mataran a mi hermano. Me golpearon. Caí. Sangraba. Sacaron el sable y a mi hermano a Juan y a mí nos llevaron lejos, a la parte del olivar que estaba sin cuidar. Había tres árboles secos. Sacaron una cuerda y la cortaron en tres trozos lo bastante largos. Entendí lo que iba a pasar. Lloraba. Sentí frío. No lo había tenía antes a pesar de ir sólo en camisa. Ya sabía lo que iba a pasar y sólo lloraba, como un perrillo. Lloraba nada más. Uno de los húsares me llevó hasta el árbol y me puso de rodillas. Su casaca, ahora que era más de día, era de un rojo doloroso. Me dolían los ojos. Era muy roja esa casaca. Me puso la cuerda alrededor del cuello, la anudó. Ni siquiera intenté correr, tenía mucho miedo. Juan lo intentó y le golpearon. Lo escuché quejarse a mi espalda. El húsar lanzó la cuerda sobre el árbol medio seco y tiró de ella. Dolía mucho el cuello. Y dolían mucho los ojos por el rojo del uniforme del húsar. Todo se volvió rojo. Fue muy largo. Pensé que morir debía de ser más corto. Pero fue largo. Después todo se volvió negro. Y luego blanco.
Al rato sentí como que despertaba y que nada me dolía. Estaba allí, mirando mi cuerpo, viendo como se balanceaba de un lado a otro del tronco seco. El capitán estaba allí, por fin había llegado. Tenía los ojos raros. Era la primera vez que le veía borracho. Miraba fijamente mi cuerpo, casi buscaba algo, pero no sé qué. Al final negó con la cabeza y se marchó.
Mientras marchaba decía o tal vez no lo decía y lo pensaba o yo quería que lo dijera o lo pensara: “los desastres de la guerra”.


viernes, 25 de julio de 2008

CONTRA. CONTRA MÍ MISMO. CREATURA Nº 30.

CONTRA MÍ MISMO.

Es justo que comience hablando contra mí mismo. Porque aunque aún no me conozco del todo debería poder escribir de mí, o mejor contra mí. Porque soy un notas, un imbécil, lo sabéis, lo decís, yo no lo niego, ni lo negaré, es así, es cierto. Y soy muchas más cosas y si soy justo con lo que quiero hacer y decir es necesario que las diga cumpliendo así con todos los demás.
Vivo de milagro, siempre quieto, siempre esperando, como si no hubiera otra cosa qué hacer. Esperando que algo suceda, que algo me llame, que algo suceda, si es que tiene que suceder y si no simplemente esperando porque al final siempre sucede algo, todos lo sabemos, al fin siempre debe pasar algo.
Y vivo siempre solo, siempre callado, sin nadie, como si fuera autosuficiente, más listo o más cierto que los demás, sin comprender que no es así, que estoy siempre equivocado, que no soy más listo, que no tengo más valía, que nada me confiere mayor valía, que no soy más listo que los demás, que eso debo siempre demostrarlo, pero no lo hago ni lo haré, porque eso es trabajoso y soy demasiado perezoso para emprender esa tarea tan grande, porque me gusta lo pequeño, lo asequible, lo que puedo controlar sin demasiado esfuerzo, sin que mi imaginación o mi cuerpo tengan que trabajar más de lo estrictamente necesario.
Y vivo siempre solo y siempre enamorado. Siempre solo y siempre enamorado como un adolescente viejo y canoso.
Gordo y desnutrido, al borde siempre de la muerte por exceso de obsesión o golpe de viento. Al borde siempre de una falsa muerte, de una muerte falsa y de mentira, de una muerte sólo mental e imaginada, de una muerte hipocondríaca y feroz que no existe.
Y vivo siempre triste en apariencia, como si la tristeza fuera mi sino último, mi fin categórico y establecido desde siempre, desde siempre para mí que no creo en el destino y lo repito una y otra vez, siempre derrotado, nunca ganador.
“¿Cuál ha sido tu mayor tristeza? ¿Cuál tu mayor alegría?” Están por llegar. Porque soy un optimista, uno de esos optimistas de lo grande, que piensan en el mundo bueno y feliz. Pero no un optimista de lo propio, de lo íntimo, rumiando siempre mi derrota mucho antes de que se produzca.
Y sobre todo fijo, con dos ideas solamente en la cabeza, dos ideas nada más, porque apoyado en ellas me siento seguro y no creo que me haga falta nada más. Y apoyado en ellas veo el mundo y a los demás y todo me parece fácil si no tengo que vivirlo, si puedo sólo verlo apoyado en mis dos ideas, que me mantienen y que mantengo y que para todo me sirven y me servirán. Y las demás ideas, sean o no buenas no me interesan.
Maniático y absurdo.
Así.

IMPRESIONES Y PAISAJES. LA TOS DE PERICO. CREATURA Nº 30.

LA TOS DE PERICO.

De entre los muchos recuerdos infantiles que se vienen a la cabeza durante el verano uno de los más fuertes son las larguísimas y divertidísimas etapas de chapas. En ellas, como en la vida real, Perico era el rey absoluto. Recuerdo volver corriendo a casa para ver el final de las etapas del Tour o de la vuelta antes de volver a bajar para terminar nuestra etapa. Y era sólo por ver a Perico. No para ver a Perico ganar (Perico no era Armstrong ni Induráin, Perico era falible). Y recuerdo ver a Perico ganar y vestido de amarillo y perder y quedarse y olvidar llegar a la contrarreloj. Pero el recuerdo que está más profundamente grabado en mi memoria es la tos de Perico. Muy delgado y sucio, Perico parecía un enfermo, y su tos en los micrófonos de la televisión era imparable. Era el héroe más frágil del mundo. Pero del que se sentía más orgullo, porque incluso enfermo era capaz de acabar con los franceses y los irlandeses y los belgas gigantes. Porque Perico parecía siempre enfermo con sus costillas marcadas y los diversos colores de su cuerpo y la tos, siempre la tos al terminar la etapa, fuera el último o el primero. Con los años su recuerdo ha ido variando: su imagen más gruesa, sus bromas en la tele con Pedro González (otro recuerdo viene ahora a la mente, los gritos de Pedro González cuando Freire ganó su primer mundial, llegando solo a la meta de Verona) o con Carlos de Andrés, y ya sin tos. Y el recuerdo de Perico es el del ciclismo, el más hermoso de todos los deportes, porque es el que más se parece a nosotros: siempre queriendo mejorar, siempre con el deseo de crecer y ser buenos y felices, pero con ese arranque de insatisfacción, de autodestrucción total y final.
Cuando un día alguien escriba la historia del ciclismo español dirá (aunque seguramente los jóvenes me quiten la razón): “No hubo nadie más grande que Induráin, sólo Induráin fue más grande que Freire, a nadie quiso la gente como a Perico”.

domingo, 15 de junio de 2008

Joven para la muerte.

Bajo este rimbombante nombre presenté los siguientes poemas al III Premio de Poesía Vicente Martín, en Torrejón de la Calzada, en la modalidad local de la que resulté ganador (poco mérito ciertamente, ya que sólo se presentaron cuatro obras). El título está tomado de un poema de José García Nieto llamado, curiosamente, Joven para la muerte.


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Soy joven para la muerte. Si mañana encontraran mi cadáver o alguien se enterase de mi muerte todos dirían “Era tan joven”. Soy joven para tener hijos (tal y como está hoy la vida), para tener mi trabajo (tal y como está hoy la vida), para tener mi casa (tal y como está hoy la vida).
Soy joven para la muerte y además tardo en morirme de amor como cualquiera. O tal vez más. Qué sé yo.
Pero a la vez soy viejo. No exactamente en mi espejo o en mi cuerpo. Soy viejo para el beso primero engañando a una chiquilla. Soy viejo para mi mano en su seno y su boca en mi cuello. Y viejo para mi mano en su sexo y el silencio espeso de después y la risa tonta de un poco más después.
Viejo para descubrimientos asombrosos. Y viejo para esos gestos que aún no conozco. Viejo para la intimidad del tú y el yo y sin nadie más en el mundo que es ahora este cuarto o sólo tu vientre rodeado por mis manos. Viejo para la vida de ahora, de hace diez años, cuando tenía quince y no quería saber, pero sabía.
Viejo para casi todo aquello que requiera a alguien más que no sea yo. Viejo para aprender tantas cosas que si muriera ahora muchos tendrían que decir “Qué joven era, pero que viejo parece si le miras dos veces y te fijas en sus dos manos juntas sobre el pecho”.

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Que quede claro que no es la muerte la que mata. La muerte sólo parece un estado. O como mucho un proceso. Es la vida la que te mata. Tal como suena. (La vida es una muerte entre paréntesis.)
Y la muerte una vida con puntos suspensivos…
Sólo hay que esperar para verlo.
Pero como yo siempre me equivoco la vida será una muerte con puntos suspensivos…
(Y la muerte una vida entre paréntesis.)
Para que quede claro voy a ponerlo entre comillas “Me estoy muriendo ahora” “Te estoy queriendo ahora” “Estoy viviendo ahora”.
Y añado entre exclamaciones ¡Qué pena que no estés aquí para verlo!
¿Hay alguien ahí?

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Digo vivir, pero no me lo creo. Lo digo sin decirlo, poco a poco para que la vida me salga así, lenta y espaciosa, delicada y cotidiana.
Pienso vivir, pero no me lo creo. No me convenzo de que quiera vivir realmente, de que quiera esa vida que todos viven o esa otra que yo me procuro.
Pido vivir, pero no termino de creérmelo, como si fuera mentira, como si realmente no quisiera otra vida, u otra muerte, diferente de la que ahora vivo.

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Vivo de mentira, inventando mi vida en cada frase que escribo. Esto que escribo ahora y todo lo que escribí y lo que escribiré después es mentira. Lo he inventado. En realidad no existes tú, no la tú que yo escribo y beso y acaricio. Tampoco existen los demás, ni los árboles, las casas, las ventanas, son pura invención, mentira de mi vida vacía, entretenimientos que invento para mantener el cuerpo esperanzado.
Vivo de mentira incluso la vida de verdad. Doy pasos falsos, que parece que se alejan y están cada vez más cerca. Digo palabras que no creo, que no son ciertas ni siquiera en su pronunciación. Vivo de mentira.
Pero no en la mentira, no en esos cuentos felices o fantásticos que componen la ficción. Y es una pena, y lo siento.
Todo parece más fácil y bello en la ficción, en la mentira. El bueno y la hermosa siempre encuentran el camino, por mínimo que sea para darse ese beso. “Cuando tú vengas, ese será el momento en que París esté más bello.”
Es una pena no vivir en la ficción, en esa mentira espléndida donde todo o casi todo acaba bien o tiene al menos un orden coherente, una claridad imposible de hechos consecuentes. Es una lástima.
Es una pena tener que inventar esta mentira imperfecta donde a veces beso a una representación, un remedo de ti.
Y es una pena tener que mentir, no poder vivir en la verdad.
Vivo de mentira, inventando mi vida en cada frase que escribo, mintiendo en cada letra, incapaz de poner verdad en una sola frase.
Vivo de mentira y no dejo de pensar que tal vez se vive aquí mejor que en otro sitio.

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Seguramente lo mejor sería vivir bajo mínimos, al límite mismo del no vivir. Seguramente lo mejor sería no escribir y leer muy poco. Ver las películas justas. No preocuparse. Dejar las pastillas. Dedicarse a vivir despacio, comiendo, bebiendo, durmiendo más. Amar un poco más de lo justo.
Y olvidar.
Dejar de ser cruel, con todas sus dificultades. Reducir al mínimo la ternura, unas pocas caricias, algún recuerdo, una sonrisa para los niños.
No ser tierno ni cruel.
Lo mejor sería esa vida básica y sentimental. Pero me temo que no estoy preparado para ella.

viernes, 28 de marzo de 2008

Crónica poesía en los bares.

Todos sospechábamos que Ramón estaba loco. Y el sábado día 23 lo confirmamos. Está loco de verdad. Es decir, que es capaz de hacer de su mundo imaginario una realidad. Pero una realidad tangible, que todos pudimos ver y todos pudimos disfrutar. Se celebró ese día el Poesía en los Bares II, Tributo a David González. Y una vez más Ramón se salió y una vez más los amigos de Ramón, los poetas nos dieron a todos una lección de buenhacer, de humanidad y hasta de poesía.
Comenzó la velada con unas palabras de Ramón presentando el acto. Después actuó el colectivo La Vida Rima. No sabemos con qué rima la vida, pero sus poemas no rimaban. Además fueron un poco iguales y un poco largo todo, pero el público fue inasequible al desaliento y continuó allí oyendo en silencio, todo el que puede haber en un bar. Y los aplausos se seguían.
Cuando Ana Pérez Cañamares (busquen sus libros, son difíciles de encontrar y más si ella no se hace buen marketing, pero merecen la pena) y Ramón subieron al escenario la noche subió de intensidad. El tributo a David González comenzó realmente y todos lo agradecimos. Ana destila poesía en todas sus intervenciones y esa noche no defraudó. Ramón es todo voluntad, es todo trabajo, y lo demostró en su poesía también.
Más poetas fueron viniendo: Javier Das, Víktor Gómez, Adolfo González y todos cumplieron con su oficio, piedra con piedra, pluma con pluma. No queremos citarlos a todos porque siempre se nos va a olvidar alguno. El sistema mejoró mucho. Tres poemas por poeta. Intervenciones cortas, un poema tú otro yo. Hubo hasta algún arranque de humor.
Después Luna leyó dos cartas, una de Antonio Gamoneda (premio Cervantes) y de Kutxi Romero (cantante de Marea). David se emocionó. Todos nos emocionamos. La noche iba subiendo en intensidad emocional. Todo se iba haciendo bonito.
Hasta que llegó David González. David es un poeta, pero no un poeta de lo bello. Es un poeta de la rabia, de lo duro, de lo fuerte. Y se notó. Hasta el micro se cortaba cuando acentuaba las frases. Y pese a esa piel dura de David tuvo un recuerdo emotivo para su hermano, para nuestro Ramón. “Poesía eres tú, que no la escribes, que la haces, que la vives día a día. Gracias hermano”. No son palabras exactas, pero es más o menos lo que dijo.
El Tributo terminó con la actuación de David. Una gran ovación lo cubrió todo. Los dormidos despertaron y todos fuimos más felices pues pudimos ya gritar, felicitarnos, besarnos, chocar las manos. David recibió parabienes y Ramón también. Ambos lo merecían por su humanidad. Por su cercanía. Porque fuera quién fuera a darles la chapa ellos aguantaban.
¿Peros? Nadie del Ayuntamiento acudió a la convocatoria. ¿Sorpresas? Varios profesores del Instituto Juan de Padilla nos acompañaron esa noche.
Creatura dejó el pabellón bien alto con Armando y con Leticia que en su primera aparición ante un micro no desfalleció y supo dar énfasis a sus versos. ¿Agradecimientos? A Patxi (Luis Alberto Marcel) que ambientó la velada con su guitarra. Y Maluca por su cortesía y su hospitalidad.Y la noche se fue diluyendo en poesía, mientras los poetas volvían a sus camas.

lunes, 21 de enero de 2008

Impresiones y paisajes. Escuchando a Sarah Vaughan. Creatura Nº 25.

Escuchando a Sarah Vaughan.

Escuchando cantar a Sarah Vaughan, una canción cualquiera cantada por Sarah Vaughan, tiene uno la impresión de que nadie mejor que ella podría haber cantado esa canción. Luego, a veces, sucede que eso no es cierto, que otra la ha cantado mejor, pero ya da lo mismo, porque la versión buena es la que oíste cantar a Sarah Vaughan.
¿Qué canta Sarah Vaughan? La Divina canta las mismas canciones que antes, después o al mismo tiempo cantaban Ella Fitzgerald, Billie Holliday, Julie London, Sinatra, Diana Krall,… Sarah canta standards clásicos de la música popular americana. Jazz. Canta a Irving Berling, los Gershwin, Cole Porter, Hammersteint, y demás. Sarah es una gran dama del jazz. La tercera en discordia. Pero la favorita de muchos que la oímos cantar Fly me to the moon mucho peor de lo que lo hizo Julie London, o The way you look tonight peor que a Billie Holliday. Pero a quién le importa quién fue la mejor si la que suena ahora, en mi cabeza, es Sarah.
No es la que aparece en todas las compilaciones. Ni la que adoran los japoneses. No es la que hizo dúos con Satchmo, es Sarah, La Divina, la grande, la voz que arropa y acompaña y que suena después tanto rato en la cabeza: this foolish things remind me of you, si los cigarrillos me recuerdan a Sarah Vaughan que murió de un cáncer de garganta y no dejó de fumar nunca.
Escuchando cantar a Sarah Vaughan se entiende mejor la grandeza de esos hermanos judíos y neoyorquinos, los Gershwin, que hacían “cancioncitas” de musical. Y se entiende cómo fue posible que ese tipo insignificante que se parece tanto físicamente a Pedro Salinas compusiera alguno de los clásicos modernos más impactantes. Y no sólo en musicales. Ni en música popular. Escuchando a Sarah Vaughan se comprende la grandeza que se esconde en ese primer acorde de clarinete de Rapshody in Blue.Pero sobre todo escuchar a Sarah es escucharla cantar The man I love y desear, anhelar que seas tú a quién esa mujer le canta esa canción, a quién esa mujer espera y dará un día la mano y te reconocerá porque lleva todo el tiempo del mundo esperándote sin tú saberlo, sin ella saberlo. Sólo los Gershwin y Sarah lo sabían. Sólo ellos que el amor se espera. Some day he’ll come along the man I love. Todos esperaremos que ese día sea Sarah quien espera al otro lado de la canción.

La Divina en plena actuación.