viernes, 10 de octubre de 2008

LA MALA SUERTE

Sólo había una razón para que Andrés no fuera supersticioso: ser supersticioso da muy mala suerte. Por eso mismo el propio Andrés negaba siempre que él fuera supersticioso, aunque acabará de cambiarse de acera porque por la suya viniera un gato negro, o porque hubiera una escalera mirando un cuadro de registro o porque la chica que venía hacia él fuera vestida de amarillo. Él no era supersticioso, ¡Por Dios!, en que cabeza cabía que alguien como él fuera un supersticioso, con la mala suerte que daba aquello.
Pese a sus negativas Andrés portaba consigo algún que otro amuleto. El más conocido por sus amigos era una enorme herradura que colgaba de su cuello. Era una herradura de verdad que había llevado un caballo de verdad en sus cascos de verdad. Andrés estaba convencido de que le daba buena suerte o de que al menos evitaba la mala, aunque su masajista particular no era de la misma opinión y decía que aquella herradura era la causante de sus problemas de cervicales y escoliosis. Andrés no tenía muy buena opinión de su masajista, la verdad.
Lo mejor de no ser supersticioso para Andrés era que no dependía de la suerte como dependían los demás. Él la tenía controlada. Cuando creía que algo iba a pasar agitaba su herradura o cualquier otro de sus amuletos y las cosas no pasaban, o no las cosas malas. Si aún así le pasaba algo malo Andrés siempre podía encontrar la respuesta en alguna que otra cosa de su entorno. Un gato puesto en mal sitio, una barra de pan colocada del revés, un número impar de comensales en una mesa, un número trece escondido en alguna parte de otro número. La vida siempre tenía explicación y normas para Andrés, por lo que vivía muy feliz y tranquilo y confiado. Así se lo hacía saber a su psicólogo cada vez que le visitaba: “Tengo la vida controlada” El psicólogo levantaba una ceja (era un tío de lo menos expresivo) y opinaba que no era así, pero mientras Andrés lo creyera no tendría que tomar ningún tipo de pastilla y seguiría yendo a su consulta, lo que a él, personalmente, le venía muy bien para poder después pagar los recibos de Canal Plus, que era su gran afición en el mundo.
Pero sucedió, así como el que no quiere la cosa, que a Andrés la vida se le descontroló. Primero fue lo de su novia.
María, que así se llamaba su novia, era una chica mona y simpática. Alta y lista que eran dos de las tres condiciones que Andrés ponía a las chicas para salir con ellas. La otra era ser guapa, pero, dado su nivel, le parecía bien conformarse con dos de tres. Bueno, pues María, que era morena tirando un poco a castaña o más o menos, se tiñó sin previo aviso y sin contárselo a nadie el pelo de rojo. Andrés cuando la vio se cambió de acera. No creía que fuera María. Esta fue siguiéndole por todas las calles del barrio mientras Andrés, muy escamado, se preguntaba por qué aquella pelirroja le perseguía, por qué quería hacerle daño. Por fin María consiguió darle alcance y ponerse delante de él. Andrés se asustó muchísimo y cerró los ojos para que no le pasará nada (en el fondo era como un niño, la verdad). María le cogió la cara y le dijo “Mírame, Andrés, hombre, que soy yo” Andrés abrió los ojos y se dio cuenta de lo que pasaba. Inmediatamente supo lo que tenía que hacer. Dejó a María en aquella misma calle, en aquel lugar. La dejó para siempre, es decir, hasta que dejara de ser pelirroja. María se quedó estupefacta y muy enfadada. Y, por qué no decirlo, muy guapa con su pelo pelirrojo.
Eso pasó el día 12 a las 13 horas.
Al día siguiente Andrés debía coger el autobús. No le gustaba coger el autobús porque estaba lleno de gente y la gente no tiene respeto por nadie, lo mismo viste de amarillo, que son pelirrojos, que llevan el reloj en la mano derecha, que dicen continuamente “eso no pasará nunca” y cosas por el estilo. Pero bueno, Andrés tenía una entrevista de trabajo y no tenía más remedio que coger el autobús. Tenía que ir al centro y tenía tres posibles autobuses que le llevaban allí. El 147 que le daba mucha vuelta y tenía un conductor de lo más chulo, el 29 que era rápido y efectivo como un funcionario alemán y el número 13 que Andrés no sabía cómo era porque nunca había montado en él. Sabía de sobra el recorrido de ese autobús y que era el mejor para llegar a cualquier parte: paraba en todas las paradas de metro, no pillaba semáforos, ni atascos, iba casi siempre vacío y además en él montaban las chicas más guapas, pero Andrés prefería no montar en aquel autobús. No le gustaba tentar a la suerte, por más que lo hiciera siempre que echaba mano de su herradura.
Andrés iba con tiempo. Así que dejó pasar un par de autobuses que iban muy llenos. Después llegó un 13 y lo dejó pasar porque no era plan de para ir a una entrevista de trabajo empezar ya con mala suerte, ¿no?. Después llegaron otros dos autobuses en los que fue imposible montarse. La hora se iba disparando y Andrés aún no había cogido el autobús. Empezó a ponerse nervioso y buscó un taxi por todas partes, pero en su barrio, que estaba un poco alejado, no solía haber taxis disponibles, había que llamarlos y eso suponía mucho tiempo.
Al fin Andrés vio un autobús a lo lejos. ¡Era un 13! Pero pese a ello Andrés cerró los ojos (¿ven como era como un niño?) y se montó en él. Picó el billete. La máquina dejó constatada la hora en su billete: las 13 y 13. Aquello no podía ser bueno, era el día 13, en el autobús 13 y eran las 13 y 13. Si algo bueno salía de aquello sería un mal menor: como romperse un brazo en un accidente de esos que son para habernos matado. La tensión le mataba, parecía que el tiempo no pasaba, que siempre eran las 13 y 13. ¿Se le habría parado el reloj? Sudaba profusamente. Iba a dejar el traje empapado y le daría al entrevistador una mano sudada y fría. Creyó que iba a desmayarse. Perdió un poco la noción del tiempo y el espacio.
Pero sucedió lo que Andrés menos pensaba, llegaron las 13 y 14 y después las 13 y 15 y el autobús le dejó en pocos minutos más en la misma puerta del lugar en el que le iba a hacer la entrevista. Y sucedió aún más, la entrevista le salió muy bien. Y fue contratado para un puesto aún mejor que el anunciado. Estaba exultante. Pensó en llamar a María, aunque se acordó de que la había dejado el día anterior. Pero como todos esos 13 traicioneros y juntos no le habían afectado supuso que tampoco el que María fuera pelirroja le iba a afectar demasiado. Era un hombre imparable, capaz de hacerlo todo. Era como Superman, pero sin criptonita. Así que se dispuso a llamar a María, pero como iba despistado tropezó con una señorita y hizo que se le cayera lo que llevaba en las manos. Andrés se agachó rápidamente a recogerlo todo y a dárselo de nuevo a la señorita. Era una señorita rubia, de ojos azules y sonrisa continua. Andrés se enamoró de ella en el acto. Y lo que más le sorprendió a Andrés y a una amiga de la señorita con la que había tropezado, fue que la chica rubia también se enamoró de él. Estuvieron hablando horas. La amiga de la señorita se fue a su casa aburrida a los cuarenta minutos de conversación. Esa misma tarde la pasaron juntos. Cenaron, durmieron y más cosas juntos. La vida sonreía a Andrés más aún que la chica rubia.
Ya era día 14. Andrés impresionó a sus jefes en su primer día de trabajo. La chica rubia volvió a salir y más cosas con él. Su equipo de fútbol ganó el derbi después de quince años sin hacerlo. Andrés caminaba diez centímetros por encima de la calle. No flotaba, era una sensación aún mejor.
Pero empezó a preocuparse. Aquello no podía ser bueno. La vida estaba escapando a su control, ¿por qué le sucedían tantas cosas buenas? ¿Y por qué justo después de un día 13, de un autobús 13, de unas 13 y 13? Desde luego aquello no podía ser bueno. Y además era inexplicable. Fue a ver su psicólogo que esta vez levantó las dos cejas. No podía explicar lo que pasaba, pero pidió a Andrés que se relajara y disfrutara (¿qué clase de frase era esa para un psicólogo?). Pero Andrés no podía. Estaba cada día más nervioso. Y las cosas le iban cada vez mejor. La chica rubia se iba a casar con él. En el trabajo le iba a hacer jefe de departamento. Su equipo ganaría la liga. Le tocó la lotería (sólo el segundo premio, pero bueno, le tocó). Todo era un camino de rosas. Su vida era una delicia.
Pasaron las semanas y los meses. Andrés parecía desesperado de su buena suerte. Había arrojado su herradura por una alcantarilla y se vestía siempre que podía de amarillo. Compró un gato negro y se hizo tatuar el número trece en el brazo izquierdo. Aún así su suerte siguió aumentando. Su chica rubia le quería cada vez más. Su trabajo era estupendo y él un gran jefe. Su equipo iba a ganar la Champions. Andrés cogía todos los días el 13 para ir a trabajar.
Un domingo, día 13, harto ya de todo y movido por la desesperación y sus nuevos zapatos italianos bajó a la calle a eso de las 13 horas y esperó a que pasara un autobús. El 13 llegó a las 13 y 12 y él montó a las 13 y 13. Esperaba que algo pasara. Aquel minuto volvió a ser largo como la pierna de una modelo checa. Iba camino de otra crisis. Sintió de nuevo la contracción en el espacio y en el tiempo. Sintió que las fuerzas le dejaban y que se iba a desmayar. Después ya no sintió nada. Sólo felicidad. Comprendió al fin lo que sucedió el primer día 13 en el autobús 13 a las 13 y 13. Comprendió que había muerto ese día, que la tensión debía haberle provocado un aneurisma o un infarto o algo así y que desde entonces su fantasma era el que había vivido, o más bien imaginado su vida. Y por fin, después de mucho tiempo fue feliz de verdad. Volvía a controlar lo que sucedía.