miércoles, 30 de julio de 2008

LOS DESASTRES DE LA GUERRA

Ese que mira mi cuerpo como buscando algo es Pierre LaMartine, capitán de húsares del séptimo regimiento. La casaca de su uniforme es de un color rojo intenso, es el rojo más rojo que he visto nunca, el último rojo que he visto. Ni siquiera mi sangre, ni la sangre de mi hermano, que está colgado un árbol más allá, es tan roja como el uniforme del capitán. Al final, antes de que todo se volviera al fin negro y luego de un blanco doloroso y luego recuperará al fin los colores, todo era rojo. Era rojo mientras la cuerda apretaba fuertemente mi garganta. Era rojo mientras intentaba gritar sin poder hacerlo. Era rojo mientras mis pulmones buscaban aire. Y era rojo mientras mi cuello se alargaba y se alargaba hasta casi desprenderse de mi cuerpo. Todo era de ese rojo. Del rojo del uniforme de húsares del capitán LaMartine.
El capitán de húsares LaMartine llegó hace pocas semanas al pueblo. Hablaba español. Poco. Pero mucho más que el resto de sus hombres. No quería hacernos daño. Eso dijo. Iban camino de Portugal. Aunque lo cierto es que Portugal queda muy lejos del pueblo. A todos nos extrañó, pero el señor cura nos dijo que no nos preocupáramos que él ya sabía que tenían que venir los franceses y que sí, que iban camino de Portugal. Aún así una parte del pueblo miraba a los franceses con recelo. Pero nadie les hizo nada. Les dimos comida, les dimos agua y refresco para los caballos y cobijo para los hombres del capitán. También les dimos vino. Ellos bebieron y comieron y durmieron. La mayoría se marchó al día siguiente. Sólo el capitán y tres hombres más se quedaron en el pueblo. Vivían en la casa de Tomás. Los otros marcharon a pueblos cercanos a pedir provisiones y a avisar de que el ejército, la infantería como decía el maestro, vendría por el pueblo dentro de poco tiempo. Al parecer y según comentaban el cura, el alcalde y el maestro, los húsares eran una avanzadilla que iba abriendo caminos y preparando la intendencia. Llegada la infantería todo el pueblo debería alojar en sus casas a los soldados. Eso preocupó mucho a algunos hombres. Tenían hijas jóvenes, decían, y esos soldados venían desde Francia, habrían salido de casa hace meses, vendrían cansados y hartos de estar solos y se arrimarían hasta a una yegua si esta les daba un poco de calor. Un murmullo empezó a crecer en el pueblo. Pero en general todo estaba tranquilo. Pasaban los días. Hacía calor. Estábamos a finales de Abril y por estas fechas empieza a hacer calor en el pueblo.
Los que más disfrutaban de todo eran los chiquillos. Les encantaban los uniformes de los húsares. Y sus sables largos como azadas, pero tan afilados que podrían cortar la pierna a un hombre de un solo tajo. A mí está imagen me desagradaba y soñé con ella una noche. Todo se teñía también en el sueño de rojo, de ese rojo del uniforme de húsares y no del rojo de la pierna del hombre al que se la cortaban. También algunas mujeres lo pasaban bien. Los franceses eran novedad y muchas se paraban a mirarlos mientras ellos tomaban vino a la puerta de casa de Tomás y mientras paseaban con los caballos por el pueblo. Sus bigotes, sus sombreros y sus uniformes eran muy llamativos. Nosotros siempre vamos con camisa, chaleco y un pañuelo al cuello que luego nos sirve también para la cabeza. Los hombres, cuando las veían mirar a los franceses, se enfadaban mucho y las mandaban a casa.
Tras unos días de estancia en el pueblo todo se había hecho casi normal a nuestros ojos. Hasta ver cómo los franceses se afeitaban en la calle (el capitán no, él lo hacía dentro de la casa de Tomás) se había vuelto normal. Los franceses incluso fueron el domingo a la iglesia y el cura les distinguió de entre todos los feligreses. En su sermón habló de las buenas relaciones entre hermanos. Mi hermano y yo nos reíamos por lo bajo. Pero él se refería a las buenas relaciones entre Francia y España, como luego nos explicó el propio señor cura. Había cierto aire de fiesta en el pueblo. Las mujeres vestían sus mejores vestidos y los hombres llevaban trajes limpios. En general parecía que había mucha alegría porque el capitán había elegido nuestro pueblo en lugar de otro cualquiera de los vecinos para quedarse a vivir, siquiera fuesen unos días.
Después de estos días volvieron la mayor parte de los hombres del capitán. Trajeron algo de vino y parecían satisfechos de sus logros. El capitán envió más hombres, pero esta vez hacia el lado opuesto, hacia adonde ellos habían venido. Pensamos que esos serían los que avisarían a los otros de que el pueblo estaba listo para recibirlos. Algunos hombres se alojaron en otra casa, la de Tomás se había quedado pequeña a pesar de ser tan grande. A nuestra casa no vinieron. Era de las más pequeñas del pueblo. Por eso nosotros no temíamos nada. ¿Dónde podría meterse un hombre, a pesar de ser francés, en nuestra casa tan pequeña?
Los aires de queja que en el pueblo hubo un día se fueron diluyendo. El capitán LaMartine era amable con todos. Siempre tenía una palabra, una pregunta. Incluso a mí, que siempre estoy un poco alejado de las cosas, me conocía y sabía mi nombre y dónde vivía y el nombre de mi hermano y el de nuestra madre. Y sabía cuál era nuestra tierra. Siempre que me veía me saludaba. Yo me sentía azorado. Pero esto lo hacía el capitán con todos. Hasta con los niños hablaba. Nos preguntaba palabras, aunque yo poco podía ayudarle en eso. Además y pese a beber mucho vino, los franceses no molestaban. No miraban con descaro a las mujeres, ni usaban la fuerza. Simplemente se dedicaban a beber y a estudiar unos papeles muy grandes con dibujos de caminos.
Un día nos pidieron a varios que fuéramos a trabajar con ellos. Yo fui sin preguntar para qué. Nos dijeron que teníamos que llevar nuestras azadas y picos si teníamos. Nosotros no teníamos, pero sirvió con la azada. Estuvimos en el camino de entrada del pueblo. Lo arreglamos. Le quitamos los socavones, le rellenamos de arena, lo hicimos más grande. Trabajamos mucho, pero nos dieron vino y hasta alguna moneda repartieron al final. A mí no me dieron, pero a mi hermano sí. Por allí tendría que pasar la infantería y los caminos debían estar en perfectas condiciones para cuando ellos llegaran, que sería dentro de unos días, no sé sabía cuántos pero no podía ser más allá de una semana o semana y media.
Los días posteriores todo fue calma. Nosotros íbamos a nuestro trabajo unos días y otros íbamos a un camino a arreglarlo a hacerlo mejor, a lo que tocara. El capitán venía siempre a ver cómo trabajábamos, siempre con su casaca roja, siempre afeitado, siempre con ese gorro pese al calor. Y él nunca sudaba.
No tengo muchos más recuerdos de los días que iban pasando. Todos esperábamos ver el ejército, ver los cañones, ver los uniformes que esperábamos de un color tan fantástico como el del capitán. Recuerdo que por esos días yo iba algunas tardes a ver lavar a Luisa al río. También iba a sentarme con Juan a la puerta de su casa y que bebíamos vino como veíamos a los franceses. Nosotros no teníamos esos bigotes tan grandes. En el pueblo nadie se afeitaba más que un día al mes. Y algunos ni eso, se dejaban la barba. Yo pensé dejarme sólo el bigote, pero no lo hice porque no sabía si a Luisa le gustaría. Además a mi madre no le gustaba la cara del capitán y me daba miedo que me riñera por hacer aquello.
Con esa expectación nos acostamos aquel día. Dormíamos como siempre, mi hermano y yo en el mismo cuarto, en el de al lado mi madre. Pero antes del amanecer entraron franceses en mi casa, no eran húsares, no llevaban uniformes rojos. Eran uniformes azules y sombreros altos y llevaban escopetas largas que terminaban en bayonetas afiladas. Nos llevaron a empujones a la plaza del pueblo y de allí en carretas a donde Tomás tenía sus olvias. Íbamos todos los hombres, menos el cura. Las mujeres se quedaron en la plaza del pueblo, llorando porque no sabían qué pasaba. Tenía mucho miedo. Ellos gritaban y se reían, todo en francés. Nadie entendía nada. No iban afeitados, tenían barbas de días y sus uniformes estaban sucios y tenían manchas de sangre seca. Todos los hombres cupimos en apenas tres carretas, las mismas carretas que servían para llevar las uvas o las aceitunas o los cereales cuando los recogíamos.
Llegados al olivar todos desmontamos y fuimos separados en grupos. Yo me junté con Juan y con mi hermano. A lo lejos oíamos gritos. Había muchos soldados. Había una hoguera pequeña. Yo tenía mucho miedo y buscaba al capitán, el capitán nos podría explicar qué pasaba, podría decirles que nosotros les habíamos ayudado, que habíamos arreglado los caminos. Pero el capitán no estaba. El que mandaba lo hacía sólo en francés y no miraba a nadie que no fuera de su ejército. Le dije a mi hermano que tenía miedo. Él también lo tenía. No me lo dijo, pero lo tenía. No muy lejos oí un grito y vi brillar, a la primera luz del amanecer, lo que parecía un rayo. Pensé en los sables largos de los militares y en que podían cortar una pierna entera a un hombre.
Los grupos se iban marchando y no volvían más que algunos soldados, no siempre todos a la vez, volvían de pocos en pocos. Los nuestros no volvían. Hubo un conato de rebelión. Sonaron disparos, brillaron espadas. Cayó Tomás y cayeron algunos más que no sé decir. No me atreví a mirarlos. El jefe pidió que pararan. No sé por qué. Después entendí que lo que querían era no gastar pólvora. Al final sólo quedamos siete u ocho hombres. Todos muertos de miedo. Yo esperaba a que llegara el capitán, sabía que él nos salvaría.
Pero el capitán no llegó, llegaron sus hombres. Yo los conocía. Les grité, les pedí que no me mataran, que no mataran a mi hermano. Me golpearon. Caí. Sangraba. Sacaron el sable y a mi hermano a Juan y a mí nos llevaron lejos, a la parte del olivar que estaba sin cuidar. Había tres árboles secos. Sacaron una cuerda y la cortaron en tres trozos lo bastante largos. Entendí lo que iba a pasar. Lloraba. Sentí frío. No lo había tenía antes a pesar de ir sólo en camisa. Ya sabía lo que iba a pasar y sólo lloraba, como un perrillo. Lloraba nada más. Uno de los húsares me llevó hasta el árbol y me puso de rodillas. Su casaca, ahora que era más de día, era de un rojo doloroso. Me dolían los ojos. Era muy roja esa casaca. Me puso la cuerda alrededor del cuello, la anudó. Ni siquiera intenté correr, tenía mucho miedo. Juan lo intentó y le golpearon. Lo escuché quejarse a mi espalda. El húsar lanzó la cuerda sobre el árbol medio seco y tiró de ella. Dolía mucho el cuello. Y dolían mucho los ojos por el rojo del uniforme del húsar. Todo se volvió rojo. Fue muy largo. Pensé que morir debía de ser más corto. Pero fue largo. Después todo se volvió negro. Y luego blanco.
Al rato sentí como que despertaba y que nada me dolía. Estaba allí, mirando mi cuerpo, viendo como se balanceaba de un lado a otro del tronco seco. El capitán estaba allí, por fin había llegado. Tenía los ojos raros. Era la primera vez que le veía borracho. Miraba fijamente mi cuerpo, casi buscaba algo, pero no sé qué. Al final negó con la cabeza y se marchó.
Mientras marchaba decía o tal vez no lo decía y lo pensaba o yo quería que lo dijera o lo pensara: “los desastres de la guerra”.


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