miércoles, 24 de febrero de 2010

NO VOY

Como tú sólo eres tú en la cercanía, puedo no pensar en ti en la distancia. Como tú sólo eres tú y nada más que tú en la cercanía, me alejo de ti todo lo que puedo, porque así estoy más tranquilo. Me crece menos el pelo. Y puedo no pensarte si no te estoy viendo mirarme. Y no tengo que correr porque te has vuelto a acercar a mí y me has dicho algo y he vuelto a sentir que se me agolpan las palabras en la lengua y que tengo que decírtelas. Esas palabras. Y por eso, porque te has acercado, vuelvo a correr y no te insulto, porque ya no tengo fuerzas para buscar más palabras o para parar las que he ido pensando. Y corro. Porque realmente no sé qué más hacer. Sólo puedo seguir. Y esperar que estés lejos. Y ya perderé el equilibrio cuando te acerques. Y lo recuperaré cuando te vayas. No voy a seguir. No voy a seguirte. Me he cansado de ser bueno, de que me digas que soy bueno. De que te acerques y me digas lo bueno que soy. No voy. Como tú no eres tú cuando estás lejos y no te veo, ni te acercas, puedo no pensar en ti, o pensar un poco y regodearme en ese miedo incontenible, ese miedo que nunca me dará cesantía, y luego dejarte y no pensarte ni nada, acabarte. Y como ahora soy menos yo o tal vez otro yo, pues me alejo de ti lo que puedo. No voy. No voy. Pero lo sabes. No digo que no. Esperaré.

jueves, 28 de enero de 2010

CONTIGO

Cuando hablo contigo se me ha aplaca el hombre salvaje. Se me calma. Se me cae. Después, cuando te vas, cuando no estás, me dura algo esa calma. Pero, poco a poco, me crece otra vez el hombre salvaje. Y salgo a correr y me digo, corro por no insultarla. Y no te insulto. Y corro más que nunca. Y me callo más que nunca. Porque siempre te vas. Y no estás. Y no te insulto. Y a veces me crecen las ganas de insultarte. Y de insultarme. Y de arrancarme las palabras que me voy guardando. Sacármelas. Sacármelas. No decirlas. Arrancármelas de dentro. Quitármelas para siempre. Decirlas de tal forma que sea la forma definitiva. Que sea la forma para siempre. Que quede la palabra fijada en ese momento. Cuando no estás. Que es siempre. Que es casi siempre. Porque ya lo sabes, me gusta estar contigo. Pero no estoy contigo casi nunca. Sólo te pienso. Y me gusta pensar en ti. Pero me cansa. Y me aburre. Porque no soy capaz de inventarte. Tú eres más. Y me canso y corro para cansarme y para no insultarte. Para cansarme y no tener ya voz. Para sólo insultarme. Y que el próximo que se me cruce no pague. Aunque debería.

miércoles, 27 de enero de 2010

A GOLPES

A veces me canso de ser bueno. De ser complaciente. De hacer lo que debo. Sí. Sí. Me harto de decir que sí. De hacer lo que tú quieras. De estar a tu lado siempre. Me canso de mí. Del que soy junto a ti. De estar pensando en ti. (me gusta pensar en ti desde que pienso, pero a veces, lo siento, me canso de pensar en ti). La repetición de los días iguales es absurda. Tacho en el calendario los pasados y son iguales a los otros y a los otros y a los otros. ¿Cuándo serán los días distintos? ¿Existen días distintos? Desde que no te llamo ni me llamas todo es aburrido. Todo es monótono. Yo ya me conozco. No puedo sorprenderme. No si no estás aquí. Escucho música violenta. Te odio. Te arranco todos los atributos que poseías. Repito dos, tres palabras sobre ti. No son bonitas. No puedo decir palabras bonitas sobre ti. Sí pienso, involuntariamente, cosas sobre ti. En tus labios, tus palabras, tu alargada nariz. Pero el resto del tiempo estás mezclada con mi rabia. Eres mi rabia. Mi cabeza no soportará más tanta repetición, tanto monólogo continuo, repetitivo, tanto sobre ti. Una de dos. O dejo de pensar en ti o tendré que machacarme la cabeza. A golpes contra la pared.

martes, 26 de enero de 2010

NIEVE ESTÚPIDA

Ha nevado estupidamente. Ha nevado encima de los coches y de los tejados. No ha nevado en las calles. La nieve es melancólica. Es blanca y no suena. Cae blanda y lenta, como llenándote el corazón. Y la nieve pone triste. Todo se vuelve blanco y mejor. Y los niños gritan y se tiran bolas de nieve. Una mujer en la cama me dijo que estaba deseando que volvier a nevar para arrojarse sobre la nieve y tirar bolas y no sentir los dedos del frío. Su deseo se ha cumplido.
Yo me pregunto por qué la nieve es blanca y no roja. Sería mucho mejor. A veces quieres que la vida exprese por ti las cosas. Que lo diga. Y nada mejor que una nevada roja, una nevada ensangrentada y furibunda. Pero la nieve es melancólica y blanca. Y hay que mirarla así.
A veces digo si la vida es justa habría de suceder esto, pero es sólo cuando olvido que el mundo ya es justo. Que sucede lo que ha de suceder. Sin más. Y que si no suceden otras cosas es porque no han de suceder. Porque esas otras cosas no han merecido pasar. Y no se puede hacer nada. Tal vez sólo sentarse y esperar. Y mirar la nieve caer. Y esperar que después de la nieve caiga otra cosa. La lluvia. El sol.

lunes, 25 de enero de 2010

EL HOMBRE SALVAJE

He estado corriendo. Me he sentido libre. Fuerte. Salvaje. He corrido hasta que no he podido más. Hasta que me ha dolido todo el cuerpo. Sudaba, boqueaba, babeaba. Y he seguido corriendo. Más y más. Hasta que ya no he podido. Hasta que me he caído al suelo. Sudoroso, muerto, buscando aire desesperado. He corrido y hubiera corrido más. Porque mientras lo hacía, con violencia, mi corazón saltando, mi corazón tan rápido que me dolía, que lo sentía por primera vez en mucho tiempo, mi corazón era el que mandaba. El que enviaba la sangre. Era mi corazón y no lo demás lo que mandaba. Al fin mi corazón. Sólo mi corazón.

Y era todo sólo violencia. Movimiento. Por fin. Movimiento. Violencia. Rabia. Más rápido. Más rabia. Más fuerza. Más. Todo más. Sangre. Sudor. Saliva. Y dolor. Todo el dolor por fin en mi costado. Por fin de verdad. Por fin dolor cierto y localizado. Por fin ahí, poder señalarlo con el dedo y marcarlo y tocarlo. Ese dolor de verdad. Que lo puedes tocar y aumenta. Que no lo puedes frenar. Que no hay manera de pararlo. Que duele y que gusta y que quieres que duela más. Y más y más. Porque es cierto. Y por fin hay algo cierto, algo que puedes tocar. Algo.

Y tumbado en el suelo he comprendido que ese dolor era el salvaje. El hombre salvaje que llevo dentro de mí y que grita desde hace días por salir. El hombre que quiere estar solo. Y que para estarlo puede huir de todo. Lo suyo. Lo bueno. Lo que ha creado con sus manos. Lo que ha hecho él mismo. Lo que ha sudado y ganado. El que para estar solo puede acabar con todo. Destruirlo todo. La tierra. El mundo. La vida. Todo. Su vida. Lo que haga falta. Por estar solo y no saber nada. Y no querer nada. Y no desear nada. Sólo estar solo.

Y destruir el mundo, la vida, todo. En un afán único de que todo termine y deje de ser lo que es. Y deje de molestar. Y todo pase. Y él pueda hacerse un lado. Y ver el mundo. Ver. No tocar. No vivir. No sentir. Ver. Sólo ver. Y que así el mundo pase. Y nada más. Y todo pase. Y el tiempo pase. Y todo pase. Y nada más. Y el mundo acabe o no. Que da igual. Que todo da igual. Que el tiempo pase. Y todo pase. Y el mundo se acabe. Qué más da. Mirar o no mirar. Echarse a un lado. Y nada más. Sin el mundo. Sin nada. Sin nadie. Nada. Nada al fin. Hacer la nada. Crear la nada. Sólo la nada. Y disfrutarla.

Y hacerla yo. La nada. Romperlo todo. Tirarlo todo. Joderlo todo. Y matarlo todo. Y que nada quede. Destruir el mundo. Acabar con el. De la mejor forma posible. De la forma que se me ocurra.

El hombre salvaje. Yo. El hombre que no quiere. Ni es querido. El hombre que corre para no destruirlo todo. Para no romperlo todo. Para no acabar con todo. El hombre que no habla para no morder. El que corre no para huir, ni para llegar, el que corre para aplacar, para que todo siga vivo.

El hombre salvaje. El que viene. Ya está listo.

viernes, 10 de octubre de 2008

LA MALA SUERTE

Sólo había una razón para que Andrés no fuera supersticioso: ser supersticioso da muy mala suerte. Por eso mismo el propio Andrés negaba siempre que él fuera supersticioso, aunque acabará de cambiarse de acera porque por la suya viniera un gato negro, o porque hubiera una escalera mirando un cuadro de registro o porque la chica que venía hacia él fuera vestida de amarillo. Él no era supersticioso, ¡Por Dios!, en que cabeza cabía que alguien como él fuera un supersticioso, con la mala suerte que daba aquello.
Pese a sus negativas Andrés portaba consigo algún que otro amuleto. El más conocido por sus amigos era una enorme herradura que colgaba de su cuello. Era una herradura de verdad que había llevado un caballo de verdad en sus cascos de verdad. Andrés estaba convencido de que le daba buena suerte o de que al menos evitaba la mala, aunque su masajista particular no era de la misma opinión y decía que aquella herradura era la causante de sus problemas de cervicales y escoliosis. Andrés no tenía muy buena opinión de su masajista, la verdad.
Lo mejor de no ser supersticioso para Andrés era que no dependía de la suerte como dependían los demás. Él la tenía controlada. Cuando creía que algo iba a pasar agitaba su herradura o cualquier otro de sus amuletos y las cosas no pasaban, o no las cosas malas. Si aún así le pasaba algo malo Andrés siempre podía encontrar la respuesta en alguna que otra cosa de su entorno. Un gato puesto en mal sitio, una barra de pan colocada del revés, un número impar de comensales en una mesa, un número trece escondido en alguna parte de otro número. La vida siempre tenía explicación y normas para Andrés, por lo que vivía muy feliz y tranquilo y confiado. Así se lo hacía saber a su psicólogo cada vez que le visitaba: “Tengo la vida controlada” El psicólogo levantaba una ceja (era un tío de lo menos expresivo) y opinaba que no era así, pero mientras Andrés lo creyera no tendría que tomar ningún tipo de pastilla y seguiría yendo a su consulta, lo que a él, personalmente, le venía muy bien para poder después pagar los recibos de Canal Plus, que era su gran afición en el mundo.
Pero sucedió, así como el que no quiere la cosa, que a Andrés la vida se le descontroló. Primero fue lo de su novia.
María, que así se llamaba su novia, era una chica mona y simpática. Alta y lista que eran dos de las tres condiciones que Andrés ponía a las chicas para salir con ellas. La otra era ser guapa, pero, dado su nivel, le parecía bien conformarse con dos de tres. Bueno, pues María, que era morena tirando un poco a castaña o más o menos, se tiñó sin previo aviso y sin contárselo a nadie el pelo de rojo. Andrés cuando la vio se cambió de acera. No creía que fuera María. Esta fue siguiéndole por todas las calles del barrio mientras Andrés, muy escamado, se preguntaba por qué aquella pelirroja le perseguía, por qué quería hacerle daño. Por fin María consiguió darle alcance y ponerse delante de él. Andrés se asustó muchísimo y cerró los ojos para que no le pasará nada (en el fondo era como un niño, la verdad). María le cogió la cara y le dijo “Mírame, Andrés, hombre, que soy yo” Andrés abrió los ojos y se dio cuenta de lo que pasaba. Inmediatamente supo lo que tenía que hacer. Dejó a María en aquella misma calle, en aquel lugar. La dejó para siempre, es decir, hasta que dejara de ser pelirroja. María se quedó estupefacta y muy enfadada. Y, por qué no decirlo, muy guapa con su pelo pelirrojo.
Eso pasó el día 12 a las 13 horas.
Al día siguiente Andrés debía coger el autobús. No le gustaba coger el autobús porque estaba lleno de gente y la gente no tiene respeto por nadie, lo mismo viste de amarillo, que son pelirrojos, que llevan el reloj en la mano derecha, que dicen continuamente “eso no pasará nunca” y cosas por el estilo. Pero bueno, Andrés tenía una entrevista de trabajo y no tenía más remedio que coger el autobús. Tenía que ir al centro y tenía tres posibles autobuses que le llevaban allí. El 147 que le daba mucha vuelta y tenía un conductor de lo más chulo, el 29 que era rápido y efectivo como un funcionario alemán y el número 13 que Andrés no sabía cómo era porque nunca había montado en él. Sabía de sobra el recorrido de ese autobús y que era el mejor para llegar a cualquier parte: paraba en todas las paradas de metro, no pillaba semáforos, ni atascos, iba casi siempre vacío y además en él montaban las chicas más guapas, pero Andrés prefería no montar en aquel autobús. No le gustaba tentar a la suerte, por más que lo hiciera siempre que echaba mano de su herradura.
Andrés iba con tiempo. Así que dejó pasar un par de autobuses que iban muy llenos. Después llegó un 13 y lo dejó pasar porque no era plan de para ir a una entrevista de trabajo empezar ya con mala suerte, ¿no?. Después llegaron otros dos autobuses en los que fue imposible montarse. La hora se iba disparando y Andrés aún no había cogido el autobús. Empezó a ponerse nervioso y buscó un taxi por todas partes, pero en su barrio, que estaba un poco alejado, no solía haber taxis disponibles, había que llamarlos y eso suponía mucho tiempo.
Al fin Andrés vio un autobús a lo lejos. ¡Era un 13! Pero pese a ello Andrés cerró los ojos (¿ven como era como un niño?) y se montó en él. Picó el billete. La máquina dejó constatada la hora en su billete: las 13 y 13. Aquello no podía ser bueno, era el día 13, en el autobús 13 y eran las 13 y 13. Si algo bueno salía de aquello sería un mal menor: como romperse un brazo en un accidente de esos que son para habernos matado. La tensión le mataba, parecía que el tiempo no pasaba, que siempre eran las 13 y 13. ¿Se le habría parado el reloj? Sudaba profusamente. Iba a dejar el traje empapado y le daría al entrevistador una mano sudada y fría. Creyó que iba a desmayarse. Perdió un poco la noción del tiempo y el espacio.
Pero sucedió lo que Andrés menos pensaba, llegaron las 13 y 14 y después las 13 y 15 y el autobús le dejó en pocos minutos más en la misma puerta del lugar en el que le iba a hacer la entrevista. Y sucedió aún más, la entrevista le salió muy bien. Y fue contratado para un puesto aún mejor que el anunciado. Estaba exultante. Pensó en llamar a María, aunque se acordó de que la había dejado el día anterior. Pero como todos esos 13 traicioneros y juntos no le habían afectado supuso que tampoco el que María fuera pelirroja le iba a afectar demasiado. Era un hombre imparable, capaz de hacerlo todo. Era como Superman, pero sin criptonita. Así que se dispuso a llamar a María, pero como iba despistado tropezó con una señorita y hizo que se le cayera lo que llevaba en las manos. Andrés se agachó rápidamente a recogerlo todo y a dárselo de nuevo a la señorita. Era una señorita rubia, de ojos azules y sonrisa continua. Andrés se enamoró de ella en el acto. Y lo que más le sorprendió a Andrés y a una amiga de la señorita con la que había tropezado, fue que la chica rubia también se enamoró de él. Estuvieron hablando horas. La amiga de la señorita se fue a su casa aburrida a los cuarenta minutos de conversación. Esa misma tarde la pasaron juntos. Cenaron, durmieron y más cosas juntos. La vida sonreía a Andrés más aún que la chica rubia.
Ya era día 14. Andrés impresionó a sus jefes en su primer día de trabajo. La chica rubia volvió a salir y más cosas con él. Su equipo de fútbol ganó el derbi después de quince años sin hacerlo. Andrés caminaba diez centímetros por encima de la calle. No flotaba, era una sensación aún mejor.
Pero empezó a preocuparse. Aquello no podía ser bueno. La vida estaba escapando a su control, ¿por qué le sucedían tantas cosas buenas? ¿Y por qué justo después de un día 13, de un autobús 13, de unas 13 y 13? Desde luego aquello no podía ser bueno. Y además era inexplicable. Fue a ver su psicólogo que esta vez levantó las dos cejas. No podía explicar lo que pasaba, pero pidió a Andrés que se relajara y disfrutara (¿qué clase de frase era esa para un psicólogo?). Pero Andrés no podía. Estaba cada día más nervioso. Y las cosas le iban cada vez mejor. La chica rubia se iba a casar con él. En el trabajo le iba a hacer jefe de departamento. Su equipo ganaría la liga. Le tocó la lotería (sólo el segundo premio, pero bueno, le tocó). Todo era un camino de rosas. Su vida era una delicia.
Pasaron las semanas y los meses. Andrés parecía desesperado de su buena suerte. Había arrojado su herradura por una alcantarilla y se vestía siempre que podía de amarillo. Compró un gato negro y se hizo tatuar el número trece en el brazo izquierdo. Aún así su suerte siguió aumentando. Su chica rubia le quería cada vez más. Su trabajo era estupendo y él un gran jefe. Su equipo iba a ganar la Champions. Andrés cogía todos los días el 13 para ir a trabajar.
Un domingo, día 13, harto ya de todo y movido por la desesperación y sus nuevos zapatos italianos bajó a la calle a eso de las 13 horas y esperó a que pasara un autobús. El 13 llegó a las 13 y 12 y él montó a las 13 y 13. Esperaba que algo pasara. Aquel minuto volvió a ser largo como la pierna de una modelo checa. Iba camino de otra crisis. Sintió de nuevo la contracción en el espacio y en el tiempo. Sintió que las fuerzas le dejaban y que se iba a desmayar. Después ya no sintió nada. Sólo felicidad. Comprendió al fin lo que sucedió el primer día 13 en el autobús 13 a las 13 y 13. Comprendió que había muerto ese día, que la tensión debía haberle provocado un aneurisma o un infarto o algo así y que desde entonces su fantasma era el que había vivido, o más bien imaginado su vida. Y por fin, después de mucho tiempo fue feliz de verdad. Volvía a controlar lo que sucedía.

miércoles, 30 de julio de 2008

LOS DESASTRES DE LA GUERRA

Ese que mira mi cuerpo como buscando algo es Pierre LaMartine, capitán de húsares del séptimo regimiento. La casaca de su uniforme es de un color rojo intenso, es el rojo más rojo que he visto nunca, el último rojo que he visto. Ni siquiera mi sangre, ni la sangre de mi hermano, que está colgado un árbol más allá, es tan roja como el uniforme del capitán. Al final, antes de que todo se volviera al fin negro y luego de un blanco doloroso y luego recuperará al fin los colores, todo era rojo. Era rojo mientras la cuerda apretaba fuertemente mi garganta. Era rojo mientras intentaba gritar sin poder hacerlo. Era rojo mientras mis pulmones buscaban aire. Y era rojo mientras mi cuello se alargaba y se alargaba hasta casi desprenderse de mi cuerpo. Todo era de ese rojo. Del rojo del uniforme de húsares del capitán LaMartine.
El capitán de húsares LaMartine llegó hace pocas semanas al pueblo. Hablaba español. Poco. Pero mucho más que el resto de sus hombres. No quería hacernos daño. Eso dijo. Iban camino de Portugal. Aunque lo cierto es que Portugal queda muy lejos del pueblo. A todos nos extrañó, pero el señor cura nos dijo que no nos preocupáramos que él ya sabía que tenían que venir los franceses y que sí, que iban camino de Portugal. Aún así una parte del pueblo miraba a los franceses con recelo. Pero nadie les hizo nada. Les dimos comida, les dimos agua y refresco para los caballos y cobijo para los hombres del capitán. También les dimos vino. Ellos bebieron y comieron y durmieron. La mayoría se marchó al día siguiente. Sólo el capitán y tres hombres más se quedaron en el pueblo. Vivían en la casa de Tomás. Los otros marcharon a pueblos cercanos a pedir provisiones y a avisar de que el ejército, la infantería como decía el maestro, vendría por el pueblo dentro de poco tiempo. Al parecer y según comentaban el cura, el alcalde y el maestro, los húsares eran una avanzadilla que iba abriendo caminos y preparando la intendencia. Llegada la infantería todo el pueblo debería alojar en sus casas a los soldados. Eso preocupó mucho a algunos hombres. Tenían hijas jóvenes, decían, y esos soldados venían desde Francia, habrían salido de casa hace meses, vendrían cansados y hartos de estar solos y se arrimarían hasta a una yegua si esta les daba un poco de calor. Un murmullo empezó a crecer en el pueblo. Pero en general todo estaba tranquilo. Pasaban los días. Hacía calor. Estábamos a finales de Abril y por estas fechas empieza a hacer calor en el pueblo.
Los que más disfrutaban de todo eran los chiquillos. Les encantaban los uniformes de los húsares. Y sus sables largos como azadas, pero tan afilados que podrían cortar la pierna a un hombre de un solo tajo. A mí está imagen me desagradaba y soñé con ella una noche. Todo se teñía también en el sueño de rojo, de ese rojo del uniforme de húsares y no del rojo de la pierna del hombre al que se la cortaban. También algunas mujeres lo pasaban bien. Los franceses eran novedad y muchas se paraban a mirarlos mientras ellos tomaban vino a la puerta de casa de Tomás y mientras paseaban con los caballos por el pueblo. Sus bigotes, sus sombreros y sus uniformes eran muy llamativos. Nosotros siempre vamos con camisa, chaleco y un pañuelo al cuello que luego nos sirve también para la cabeza. Los hombres, cuando las veían mirar a los franceses, se enfadaban mucho y las mandaban a casa.
Tras unos días de estancia en el pueblo todo se había hecho casi normal a nuestros ojos. Hasta ver cómo los franceses se afeitaban en la calle (el capitán no, él lo hacía dentro de la casa de Tomás) se había vuelto normal. Los franceses incluso fueron el domingo a la iglesia y el cura les distinguió de entre todos los feligreses. En su sermón habló de las buenas relaciones entre hermanos. Mi hermano y yo nos reíamos por lo bajo. Pero él se refería a las buenas relaciones entre Francia y España, como luego nos explicó el propio señor cura. Había cierto aire de fiesta en el pueblo. Las mujeres vestían sus mejores vestidos y los hombres llevaban trajes limpios. En general parecía que había mucha alegría porque el capitán había elegido nuestro pueblo en lugar de otro cualquiera de los vecinos para quedarse a vivir, siquiera fuesen unos días.
Después de estos días volvieron la mayor parte de los hombres del capitán. Trajeron algo de vino y parecían satisfechos de sus logros. El capitán envió más hombres, pero esta vez hacia el lado opuesto, hacia adonde ellos habían venido. Pensamos que esos serían los que avisarían a los otros de que el pueblo estaba listo para recibirlos. Algunos hombres se alojaron en otra casa, la de Tomás se había quedado pequeña a pesar de ser tan grande. A nuestra casa no vinieron. Era de las más pequeñas del pueblo. Por eso nosotros no temíamos nada. ¿Dónde podría meterse un hombre, a pesar de ser francés, en nuestra casa tan pequeña?
Los aires de queja que en el pueblo hubo un día se fueron diluyendo. El capitán LaMartine era amable con todos. Siempre tenía una palabra, una pregunta. Incluso a mí, que siempre estoy un poco alejado de las cosas, me conocía y sabía mi nombre y dónde vivía y el nombre de mi hermano y el de nuestra madre. Y sabía cuál era nuestra tierra. Siempre que me veía me saludaba. Yo me sentía azorado. Pero esto lo hacía el capitán con todos. Hasta con los niños hablaba. Nos preguntaba palabras, aunque yo poco podía ayudarle en eso. Además y pese a beber mucho vino, los franceses no molestaban. No miraban con descaro a las mujeres, ni usaban la fuerza. Simplemente se dedicaban a beber y a estudiar unos papeles muy grandes con dibujos de caminos.
Un día nos pidieron a varios que fuéramos a trabajar con ellos. Yo fui sin preguntar para qué. Nos dijeron que teníamos que llevar nuestras azadas y picos si teníamos. Nosotros no teníamos, pero sirvió con la azada. Estuvimos en el camino de entrada del pueblo. Lo arreglamos. Le quitamos los socavones, le rellenamos de arena, lo hicimos más grande. Trabajamos mucho, pero nos dieron vino y hasta alguna moneda repartieron al final. A mí no me dieron, pero a mi hermano sí. Por allí tendría que pasar la infantería y los caminos debían estar en perfectas condiciones para cuando ellos llegaran, que sería dentro de unos días, no sé sabía cuántos pero no podía ser más allá de una semana o semana y media.
Los días posteriores todo fue calma. Nosotros íbamos a nuestro trabajo unos días y otros íbamos a un camino a arreglarlo a hacerlo mejor, a lo que tocara. El capitán venía siempre a ver cómo trabajábamos, siempre con su casaca roja, siempre afeitado, siempre con ese gorro pese al calor. Y él nunca sudaba.
No tengo muchos más recuerdos de los días que iban pasando. Todos esperábamos ver el ejército, ver los cañones, ver los uniformes que esperábamos de un color tan fantástico como el del capitán. Recuerdo que por esos días yo iba algunas tardes a ver lavar a Luisa al río. También iba a sentarme con Juan a la puerta de su casa y que bebíamos vino como veíamos a los franceses. Nosotros no teníamos esos bigotes tan grandes. En el pueblo nadie se afeitaba más que un día al mes. Y algunos ni eso, se dejaban la barba. Yo pensé dejarme sólo el bigote, pero no lo hice porque no sabía si a Luisa le gustaría. Además a mi madre no le gustaba la cara del capitán y me daba miedo que me riñera por hacer aquello.
Con esa expectación nos acostamos aquel día. Dormíamos como siempre, mi hermano y yo en el mismo cuarto, en el de al lado mi madre. Pero antes del amanecer entraron franceses en mi casa, no eran húsares, no llevaban uniformes rojos. Eran uniformes azules y sombreros altos y llevaban escopetas largas que terminaban en bayonetas afiladas. Nos llevaron a empujones a la plaza del pueblo y de allí en carretas a donde Tomás tenía sus olvias. Íbamos todos los hombres, menos el cura. Las mujeres se quedaron en la plaza del pueblo, llorando porque no sabían qué pasaba. Tenía mucho miedo. Ellos gritaban y se reían, todo en francés. Nadie entendía nada. No iban afeitados, tenían barbas de días y sus uniformes estaban sucios y tenían manchas de sangre seca. Todos los hombres cupimos en apenas tres carretas, las mismas carretas que servían para llevar las uvas o las aceitunas o los cereales cuando los recogíamos.
Llegados al olivar todos desmontamos y fuimos separados en grupos. Yo me junté con Juan y con mi hermano. A lo lejos oíamos gritos. Había muchos soldados. Había una hoguera pequeña. Yo tenía mucho miedo y buscaba al capitán, el capitán nos podría explicar qué pasaba, podría decirles que nosotros les habíamos ayudado, que habíamos arreglado los caminos. Pero el capitán no estaba. El que mandaba lo hacía sólo en francés y no miraba a nadie que no fuera de su ejército. Le dije a mi hermano que tenía miedo. Él también lo tenía. No me lo dijo, pero lo tenía. No muy lejos oí un grito y vi brillar, a la primera luz del amanecer, lo que parecía un rayo. Pensé en los sables largos de los militares y en que podían cortar una pierna entera a un hombre.
Los grupos se iban marchando y no volvían más que algunos soldados, no siempre todos a la vez, volvían de pocos en pocos. Los nuestros no volvían. Hubo un conato de rebelión. Sonaron disparos, brillaron espadas. Cayó Tomás y cayeron algunos más que no sé decir. No me atreví a mirarlos. El jefe pidió que pararan. No sé por qué. Después entendí que lo que querían era no gastar pólvora. Al final sólo quedamos siete u ocho hombres. Todos muertos de miedo. Yo esperaba a que llegara el capitán, sabía que él nos salvaría.
Pero el capitán no llegó, llegaron sus hombres. Yo los conocía. Les grité, les pedí que no me mataran, que no mataran a mi hermano. Me golpearon. Caí. Sangraba. Sacaron el sable y a mi hermano a Juan y a mí nos llevaron lejos, a la parte del olivar que estaba sin cuidar. Había tres árboles secos. Sacaron una cuerda y la cortaron en tres trozos lo bastante largos. Entendí lo que iba a pasar. Lloraba. Sentí frío. No lo había tenía antes a pesar de ir sólo en camisa. Ya sabía lo que iba a pasar y sólo lloraba, como un perrillo. Lloraba nada más. Uno de los húsares me llevó hasta el árbol y me puso de rodillas. Su casaca, ahora que era más de día, era de un rojo doloroso. Me dolían los ojos. Era muy roja esa casaca. Me puso la cuerda alrededor del cuello, la anudó. Ni siquiera intenté correr, tenía mucho miedo. Juan lo intentó y le golpearon. Lo escuché quejarse a mi espalda. El húsar lanzó la cuerda sobre el árbol medio seco y tiró de ella. Dolía mucho el cuello. Y dolían mucho los ojos por el rojo del uniforme del húsar. Todo se volvió rojo. Fue muy largo. Pensé que morir debía de ser más corto. Pero fue largo. Después todo se volvió negro. Y luego blanco.
Al rato sentí como que despertaba y que nada me dolía. Estaba allí, mirando mi cuerpo, viendo como se balanceaba de un lado a otro del tronco seco. El capitán estaba allí, por fin había llegado. Tenía los ojos raros. Era la primera vez que le veía borracho. Miraba fijamente mi cuerpo, casi buscaba algo, pero no sé qué. Al final negó con la cabeza y se marchó.
Mientras marchaba decía o tal vez no lo decía y lo pensaba o yo quería que lo dijera o lo pensara: “los desastres de la guerra”.